Por Daniel Mecca (@danielmecca)

En un ensayo de 1936, Walter Benjamin dice que con la Guerra Mundial comenzó la desaparición de la figura del narrador. “¿No se notó acaso que la gente volvía enmudecida del campo de batalla?”, escribió el filósofo alemán. En la barbarie, se había perdido aquel dispositivo de narración del anciano de pueblo.

Las contratapas de Juan Forn de los viernes en Página 12, reunidas en cuatro tomos editados por Emecé, recuperan ese registro de la narración oral, de escuchar alrededor del que habla, esa insospechada magia. Como destaca el epígrafe de su libro de cuentos -librazo- “Nadar de noche”: sólo puedo contártelo en forma de cuento. Casi todo es mejor contado en forma de cuento.

Esa magia, esos cuentos, son las historias. Juan Forn -de quien este 20 de junio se cumplen dos años de su muerte– actúa como detective de historias, un sabueso.

Están, por ejemplo, el discípulo de Charles Darwin que estaba en el funeral de Karl Marx (eran nueve personas); el hermano menor Vladimir Nabokov; las falsificaciones de Elmyr de Hory (“En mis buenos días pinté Matisses que son sin duda mejores que los que pintó el propio Matisse en sus malos días”), la chica vietnamita rociada de Napalm.

Siguiendo los razonamientos de Ricardo Piglia, todo texto es reinvención de otro texto, las palabras no tienen dueño. El escritor, entonces, reelabora en base a un ‘robo’ y es el lector el detective, el paranoico, el que descubre esas huellas.

Juan Forn, así, actúa como lector-detective, un Auguste Dupin que solo salía los viernes: insaciable lector, voraz, fino.

Dirá Forn en una de las columnas sobre Francis Scott Fitzgerald: todo libro esconde su secreto.

Juan Forn se lleva su secreto. Siempre tendremos los viernes. Porque casi todo es mejor contado en forma de cuento.

El resto es contratapa.